Las noticias internacionales, configuradas según los intereses de los grupos mediáticos, colocan unas gafas opacas en los ojos de los ciudadanos bien informados-desinformados. Los viajes nos ayudan a quitarnos esas gafas para ver la realidad de manera directa. Y la vida tiene a veces sorpresas agradables. Hay matices luminosos sobre los que merece la pena llamar la atención. Como las promesas electorales suelen degradarse en contacto con los despachos, los presidentes de Gobierno tienden a ser siempre mucho peor de lo esperado. En Colombia está ocurriendo lo contrario. Merece la pena tenerlo en cuenta.
De paso por Bogotá, una amiga poeta me invita a desayunar en un restaurante llamado Narcobollo. Comida deliciosa y buen humor. El nombre se debe a un error de la policía de Cartagena de Indias, que no dio en el blanco y confundió la harina de un local con un festín de coca. Aquella equivocación ha servido para extender el imperio culinario de Narcobollo por Cartagena, Barranquilla y Bogotá. Le comento a mi amiga que ese humor hubiera sido impensable en la época dura de la violencia de la droga. Me responde que sí, y luego añade un comentario imprevisible: “Están mejor las cosas, hasta el punto de que el presidente Santos empieza a parecerme guapo”. Un comentario realmente imprevisible, porque conozco la ideología izquierdista de mi amiga y porque he visto muchas fotografías del presidente Juan Manuel Santos Calderón.
Después de los dos mandatos turbios de Álvaro Uribe, uno siente que ahora el país se permite el buen humor. Hasta los que no son partidarios de la política económica de Santos respiran con más calma. Y esto sorprende al viajero que llega a Colombia con las gafas opacas de la desinformación internacional. Frente al tratamiento implacable de figuras como Fidel Castro o Hugo Chávez, la personalidad de Uribe fue presentada como un ejemplo latinoamericano de democracia. Se lo comento a mi amiga, y ella vuelve a recuperar su estado de antigua indignación para hablarme de la historia de este político que vio florecer, bajo su mandato como gobernador de Antioquia, a los grupos paramilitares creados por los caciques. Debían ser castigados los campesinos que se negaban a aceptar la expropiación de sus tierras. Llegó así la costumbre de los parapolíticos; es decir, de los políticos acostumbrados a servirse de paramilitares.
Mi amiga protesta luego por la poca importancia que se le ha dado en España al escándalo de los llamados “falsos positivos”. Con la presidencia de Uribe, para animar la lucha contra las FARC, se aprobó el pago legal de una recompensa a los militares que presentasen cadáveres de guerrilleros. La idea, ya de por sí aterradora, se convirtió en un fraude criminal cuando miles de personas fueron asesinadas y vestidas de guerrilleros. Mendigos, deficientes mentales y ciudadanos incómodos aparecieron uniformados, con botas nuevas y a veces cambiadas de pie. Si a eso se le une el descubrimiento de fosas comunes con cientos de muertos, no es extraño que bocas muy comedidas pronuncien la palabra genocidio.
La presidencia de Uribe hizo que una parte de la población colombiana se acostumbrase a convivir con la violación oficial de los derechos humanos. La atmósfera se volvió irrespirable para la otra parte del país. Todo hacía pensar que Juan Manuel Santos iba a ser un continuador de Uribe, pero se ha producido la sorpresa. Está ofreciendo libertad y seguridad para que la Justicia investigue con independencia. Y ese es un matiz importante. En España, en Colombia o en cualquier parte, no es lo mismo equivocarse en la política económica que asumir la lógica de los crímenes de Estado. Colaboradores muy cercanos a Uribe están ya en la cárcel. La vida colombiana empieza a pacificarse.
Me recuerda mi amiga que Enrique Santos, hermano del presidente, fue en los años setenta, junto a Gabriel García Marquéz y Antonio Caballero, uno de los responsables de la revista Alternativa. Parece que su sombra acompaña las decisiones éticas del actual Gobierno de Colombia. Si nos quitamos las gafas mediáticas, comprenderemos la importancia de lo que ocurre en este maravilloso país. Una morada al sur, como deseó el poeta Aurelio Arturo. Que el sol reparta allí su alegría.
PUBLICO.ES
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